
Le encontraba solo en la habitación sentado en una silla leyendo su libro. Era siempre el mismo libro- un pequeño volumen verde manoseado que llevaba consigo en todos nuestros viajes- y llegó a serme tan familiar como las líneas y los contornos de su cara. Estaba escrito en latín, ni más ni menos, y el nombre del autor era Spinoza, un detalle que no he olvidado nunca, aún después de tantos años. Cuando le pregunté al maestro por qué estudiaba ese libro una y otra vez, me dijo que era porque nunca llegabas al fondo. Cuanto más ahondas en él, dijo, más encuentras y más tiempo te lleva leerlo.
- Un libro mágico -dije-. Nunca se agota.
- Eso es, jovenzuelo. Es inagotable. Te bebes el vino, dejas el vaso sobre la mesa y, mira por dónde, coges el vaso otra vez y descubres que sigue estando lleno.
- Con lo cual acabas borracho como una cuba por el precio de una sola copa.
-Yo mismo no podría haberlo expresado mejor-dijo él volviéndose repentinamente y mirando por la ventana-. Te emborrachas del mundo, muchacho, te emborrachas del misterio del mundo.